Un mundo atemorizado vive la realidad de la muerte; el destino más cierto que viene implícito con la vida, pero no aceptado de forma inconsciente por casi todo el que recibe el beneplácito de vivir.
El contagio y la muerte de miles de personas, se esparce en una cadena luctuosa por todo el globo; un coronavirus (Codiv-19) ha llegado, y en un gesto silente, pero lúgubremente razonado, le está hablando a toda la humanidad con la crudeza de una verdad que había sido olvidada.
Nos recuerda nuestra igualdad y fragilidad como seres humanos, distanciados solo por las fronteras y las banalidades culturales; no importa que seas rey, primer ministro, rico o pobre; cualquiera puede ser contagiado, y dependiendo de las condiciones previas, cualquiera puede morir.
El poder debe disponer de todos los recursos, a fin de frenar la expansión de la pandemia; de la detención de los contagios masivos depende la permanencia del poder mismo en cualquier país o territorio.
Los habitantes de las naciones no perdonarán la incapacidad de sus gobiernos para proteger a sus connacionales; quienes jueguen al populismo y a la politiquería en estas condiciones en que viven sus pueblos, verán muy pronto como se desencadena la ira de las masas populares.
No es momento de campañitas electorales; ni de querer aprovecharse de las debilidades y dificultades de la desgracia ajena, la enfermedad puede tocar cualquier puerta; esas payasadas de repartir migas de alimento con recursos que todo el mundo imagina, como mal habidos, es una ridiculez que cuando pase el temporal alguien tendrá que pagar.
Poner a los desvalidos en riesgo de contagio con las aglomeraciones innecesarias, es una falta de tacto; así, ni se protege, ni se ayuda a nadie.
La vida misma nos está poniendo a pruebas; cuando esto pase, que será tarde o temprano, veremos quienes sobreviven y quienes pasaron el examen.