En los últimos años hemos sido testigos de cómo los niveles de vulgaridad en los medios de comunicación, los patrocinios comerciales y la llamada “influencia digital” han alcanzado niveles preocupantes. Como terapeuta, no puedo dejar de señalar el impacto que esto tiene en la salud mental y en la formación del pensamiento crítico de nuestros jóvenes.
Hoy, muchos influencers y patrocinadores validan comportamientos que reducen la dignidad humana, normalizando un lenguaje y unas actitudes que degradan más de lo que construyen. Peor aún, la política partidista se ha unido a este espectáculo, convirtiéndose en un escenario donde el fanatismo suplanta la reflexión y la ciudadanía pierde su capacidad de cuestionar.
El peligro es evidente: una generación que consume sin filtro, que sigue tendencias sin preguntarse quién las promueve ni con qué intención. Y cuando un joven deja de pensar críticamente, deja de ser un ciudadano capaz de transformar su sociedad.
No estoy en contra de la diversión ni del entretenimiento, pero sí de la vulgaridad y la manipulación como herramientas para adormecer a quienes representan el futuro. Mi llamado es claro: rescatemos la capacidad de pensar, analizar y cuestionar. Porque un ciudadano sin criterio es un ciudadano sin futuro.